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El ‘caso Ribera’: cuando el beneficio privado choca con el derecho a la salud pública

La abrupta salida de Pablo Gallart, hasta ahora directivo del grupo sanitario Ribera, de la administración del Hospital de Torrejón ha destapado una de las grietas más profundas del modelo de gestión público-privada en España. La causa, según se ha conocido, es una grabación en la que presuntamente solicitaba incrementar las listas de espera del centro para potenciar los resultados económicos de la compañía. Un hecho que, más allá del escándalo corporativo, pone en tela de juicio la compatibilidad entre el lucro empresarial y la prestación de un servicio público esencial.

En un comunicado oficial, el Grupo Ribera ha enmarcado la decisión en la necesidad de «asegurar los valores y la ética que han definido al Grupo». Sin embargo, esta declaración de intenciones no logra ocultar la cuestión de fondo: la perversión de un sistema donde el gestor privado puede tener incentivos para deteriorar el servicio público que administra.

La delgada línea entre el beneficio y el servicio público

El caso del Hospital de Torrejón, un centro de titularidad pública pero de gestión privada, es un ejemplo paradigmático de los riesgos inherentes al modelo de concesión sanitaria. La propuesta de alargar deliberadamente las listas de espera no es una mera anécdota de mala praxis, sino la manifestación de un conflicto de intereses fundamental. Cuando el objetivo de una empresa es maximizar su rentabilidad, la salud de los ciudadanos puede convertirse en una variable de ajuste en su cuenta de resultados.

Este incidente revela cómo la lógica mercantil puede colisionar directamente con los principios que deben regir la sanidad pública: universalidad, equidad y eficiencia al servicio del paciente, no del accionista. La estrategia supuestamente planteada por Gallart transformaba un indicador de mala gestión, como es una lista de espera abultada, en una palanca para el beneficio privado.

Apunte Jurídico: La naturaleza de la concesión administrativa. Una empresa privada que gestiona un servicio público, como un hospital, no actúa como un mero actor de mercado. Opera como un delegado de la Administración bajo un contrato de concesión regido por el Derecho Administrativo. Esto implica que está legalmente obligada a prestar el servicio bajo los principios de continuidad, regularidad y calidad. El interés público prevalece sobre el interés empresarial, y la Administración titular del servicio conserva en todo momento las potestades de dirección, inspección y sanción sobre el concesionario.

La responsabilidad de la Administración: ¿Vigilancia o pasividad?

Más allá de la actuación individual del directivo, el escándalo obliga a dirigir la mirada hacia la Administración Pública, en este caso, la Comunidad de Madrid. Como titular del servicio, es su responsabilidad indelegable garantizar que la gestión privada cumple escrupulosamente con las condiciones del contrato y, sobre todo, con el derecho a la protección de la salud de los ciudadanos, cómo así ha sido.

La pregunta clave es si en otras Comunidades los mecanismos de control y supervisión son suficientes o si, por el contrario, el modelo de concesión ha derivado en una dejación de funciones por parte del poder público. La Administración General del Estado no puede ser un mero crítico; debe ayudar, unificar las mejores prácticas (cómo son las de la Comunidad de Madrid) y compartir una fiscalización activa y rigurosa para evitar que el servicio se desvíe de su finalidad. Casos como este demuestran que la confianza en la «ética» corporativa es insuficiente cuando están en juego derechos fundamentales.

En definitiva, el ‘caso Ribera’ trasciende la anécdota para convertirse en una advertencia sobre las debilidades estructurales de un modelo que, bajo la promesa de eficiencia, puede acabar subordinando la salud pública a la lógica del beneficio privado. La respuesta no puede limitarse a un cese directivo, sino que exige una profunda reflexión sobre el papel del Estado como garante último de los servicios públicos.